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1 Samuel 15:2-34 (ashkenazim); 15:1-34 (sefaradim)

      La Haftará del shabat Zajor describe un nuevo encuentro entre los hijos de Israel y los descendientes de Amalec: Se le había ordenado al Rey Saúl aniquilar a Amalec pero fracasó y en lugar de aniquilar al rey Agag, lo perdonó; por ello, El Eterno quitó su reinado al desobedecer. ¿Quién era Agag? Agag era el rey del pueblo de Amalec, el mismo pueblo que atacó sin ninguna justificación a Israel, cuando éste salió de la tierra de Egipto. Por esta razón, El Eterno decretó juicio sobre los Amalecitas, y es en esta lectura bíblica donde encontramos el relato: Saúl rey de Israel y Agag rey de Amalec, y su trágico desenlace.


      “Entonces vino la palabra del SEñOR a Samuel, diciendo: Me pesa haber hecho rey a Saúl, porque ha dejado de seguirme y no ha cumplido mis mandamientos. Y Samuel se conmovió, y clamó al SEñOR toda la noche.” (1 Samuel 15:10-11 LBLA)

Varios años habían pasado ya en prósperas operaciones militares contra vecinos molestos, y durante esos años a Saúl le había sido permitido hacer cuanto había querido por su propio criterio. Ahora se le somete a una nueva prueba para saber si él poseía el carácter de rey teocrático de Israel; al anunciar el deber que se le exigía, Samuel le hizo entender su condición como rey, pero no como “cualquier rey”, sino como el ungido del Eterno, el cual era la autoridad delegada del cielo. El rey tenía que actuar conforme a su envestidura.

La frustración del profeta Samuel se hace sentir después que el rey de Israel (para ser exactos, el primer rey de la historia Judía) desobedece el mandato de destruir por completo a Amalec. Para tragedia del rey, del profeta y del pueblo, la orden no fue cumplida a cabalidad. La sentencia condenatoria contra los amalecitas había sido dictada mucho antes, (Shemot 17:14; Devarim 25:19), pero no se había ejecutado mientras no llenaran la medida de sus pecados. Ahora no solamente tenían un veredicto de justicia divina, sino también el rey que aplicaría esta justicia.

Anteriormente Saúl había hecho mal, por lo cual le fue dada una severa reprensión y una advertencia (1Samuel 13:13-14). Ahora se le ofrecía una oportunidad para reparar aquel error obedeciendo exactamente al mandato divino. El rey y el pueblo no desobedecieron del todo, la orden divina, sino que la modificaron, la orden fue: “destruye por completo todo lo que tiene” (vv. 3). Este mandato no fue azaroso, ni caprichoso, fue para dar la retribución a los descendientes de Amalec “por lo que hizo a Israel, cuando se puso contra él en el camino mientras subía de Egipto” (vv. 2).

Cuando los israelitas abandonaron Egipto ninguna nación osaba atacarlos. ¿Quién se atrevería a enfrentarse con un pueblo cuyo Dios había golpeado al poderoso Egipto con diez asombrosas plagas, y ahogado a su rey y caballo en el mar? Solamente Amalec, guiado por un profundo odio que desafiaba la lógica, vino a presentar batalla.

Saúl estaba cegado por un amor propio, (esto se conoce como egolatría) él trato de impresionar a Samuel, argumentando que él había cumplido la orden y la misión y en su declaración al profeta, hacía el papel de un hipócrita atrevido y astuto. Profesó haber cumplido el mandato divino, y que la culpa de cualquier defecto en la ejecución correspondía al pueblo. Samuel, sin embargo, veía el verdadero estado de las cosas, y en cumplimiento de la comisión que había recibido antes de emprender el viaje, procedió a denunciar la conducta de Saúl como caracterizada por orgullo, rebelión y desobediencia obstinada.

A estas alturas de la historia cualquiera podría justificar la desobediencia de Saúl; al final del día esta pequeña desobediencia era “para fines nobles”, lo mejor del botín era: “para ofrecer sacrificio al SEñOR tu Dios”.

Después que Saúl había argumentado sin éxito con arrogancia y falta de responsabilidad, encontramos una de las premisas más grandes del reino: “¿Se complace el SEñOR tanto en holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la voz del SEñOR? He aquí, el obedecer es mejor que un sacrificio, y el prestar atención, que la grosura de los carneros. Porque la rebelión es como pecado de adivinación, y la desobediencia, como iniquidad e idolatría.” (1 Samuel 15:22-23 LBLA)

La arrogancia y la falta de responsabilidad, que se vieron reflejadas en su argumento, cuando mencionó su exitosa campaña militar opacada por la sugerencia del pueblo, en el fondo era una cosa: Rebelión. Al no cumplir a cabalidad el mandato divino, él se convirtió en un rebelde, y esta rebeldía le costaría el trono.

El rey Saúl tenía muchas cosas para vanagloriarse, entre ellas: su belleza física y su altura. Nadie era más alto que él (1 Samuel 9:2). Sería el primer rey de toda la historia de Israel, este era quizás el palmarés más distinguido que cualquier mortal podía tener: el primero de los reyes de Israel. Finalmente fue aquel varón que sacaba a la batalla a los hijos de Israel y bajo su mandato, el pueblo conoció el sabor de la victoria y la derrota de sus enemigos. Pero todo esto hizo que su corazón se envaneciera hasta convertirse en un rebelde, el inicio de su carrera fue brillante pero su final fue oscuro. El punto de quiebre fue desobedecer el mandato divino y perseguir su propio honor.

Bajo las alas de Dios de Israel
Francisco Hidalgo

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