Bereshit 25:19-28:9
Esperar y tener paciencia se vuelven una virtud en un mundo tan instantáneo. En nuestros días y por la tecnología (para bien o para mal) la paciencia y la espera es casi un suplicio, todos queremos las cosas para “ayer”, nos resulta incómodo y tedioso tener que hacer un alto en el camino de nuestra cotidianidad que está envuelto entre trabajo, compromisos y demás cosas en las cuales nuestro día se esfuma en el tiempo.
Esto pareciera la hoja de vida de un mortal común, pero no es así, es a veces también nuestro sentir cuando clamamos, oramos y suplicamos un favor del cielo y este guarda silencio ante nuestras palabras que se elevan una y otra vez; y hasta parece que se ha convertido en nuestro monologo diario. Pero sabemos y esa es nuestra fe: ninguna de nuestras palabras queda sin respuesta. Toda oración que elevamos al cielo es oída y atendida por el Dios de los cielos.
El Eterno sabe lo que necesitamos y queremos antes de hablar ¿Por qué entonces tarda tanto la respuesta? Esta es una excelente pregunta que es muy probable que nosotros la hayamos formulado en más de alguna ocasión; la respuesta a veces satisface nuestras “demandas de fe” y en otras decimos lo mismo que dijo el salmista: “Guarda silencio ante el Señor, y espera en él con paciencia” (Salmo 37:7 NVI)
Como dijimos al inicio la paciencia no es algo que está naturalmente en nuestro equipaje; pero esperar pacientemente en las promesas del Eterno es una virtud que afirma y sustenta nuestra fe. Abraham esperó veinticinco años para poder ver cumplida la promesa de un hijo, veinticinco años se dicen fáciles, pero no lo es; no es fácil esperar 25 años por el cumplimiento de una promesa. Y como si la historia se volviera a repetir, su hijo Isaac está en el mismo crisol; esperando año tras año para poder ver el fruto de su amor entre él y su amada Rivká (Rebeca) y el cumplimiento fiel de la promesa que fue dada a su padre: “Por mí mismo he jurado, declara el SEÑOR, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado tu hijo, tu único, de cierto te bendeciré grandemente, y multiplicaré en gran manera tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena en la orilla del mar, y tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos.” (Bereshit 22:16-17 LBLA)
La promesa de una descendencia era el ancla donde giraba la fe del patriarca, después de la Akedá, la promesa era más sólida y palpable, ahora había llegado el momento de conocer la transición entre Abraham y su hijo Isaac. Y es en esta porción de la Torá donde comienza la historia del heredero de la promesa.
“Estas son las generaciones de Isaac, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac. Tenía Isaac cuarenta años cuando tomó por mujer a Rebeca, hija de Betuel, arameo de Padán-aram, hermana de Labán arameo. Y oró Isaac al SEÑOR en favor de su mujer, porque ella era estéril; y lo escuchó el SEÑOR, y Rebeca su mujer concibió.” (Bereshit 25:19-21 LBLA)
Para los que, por primera vez, quizás leen la historia de Isaac y Rebeca, la Torá nos sorprende con el texto con el cual iniciamos; parece que la Torá resume el tiempo en unas cuantas frases. El escritor sagrado dice que Isaac oró por su esposa, pues ella era estéril y Rebeca su mujer concibió. Si la Torá finalizara aquí, diríamos que la vida del heredero de la promesa fue “fácil”, no tuvo que esperar más de dos décadas para ver y palpar el cumplimiento de la promesa de Dios, no tuvo que lidiar con hambruna en la tierra, no tuvo que lidiar con hombres de desearan su mujer; y los “no tuvo” pueden seguir; sin embargo, Isaac tuvo que lidiar con todo esto y más.
Pero comencemos donde tenemos que poner el inicio de la historia del heredero de la promesa. Isaac, al parecer, no tenía muchas cosas de las cuales preocuparse; el patriarca poseía muchas cosas que, bajo la lógica del mundo, lograrían darle una vida fácil, por ejemplo:
- Abraham dio todo, todas sus riquezas pasaron a manos de Isaac.
- Cuando su madre murió, encontró consuelo en su esposa.
- Al final de los días de su padre, hubo una “reconciliación” con su hermano Ismael.
Y así podemos seguir enumerando las cosas buenas que le pasaron a Isaac y casi podríamos concluir que era el hijo de una bendición y que nació en una cuna bendita y consecuentemente su vida no tendría ningún inconveniente. No tendría que luchar por nada en la vida pues ya lo tenía todo. Pero de aquí en adelante Isaac nos ensañará que en la vida de un justo también hay tención, hay luchas; hay enemigos que vencer y sobre todo hay que saber esperar en las promesas del Eterno.
El texto que leemos al inicio de esta Parashá, nos puede llevar a pensar que Isaac oró hoy por su esposa que era estéril, y que un día después ella quedó embarazada y nueve meses después había un recién nacido en su cuna, en el cuarto que ellos habían preparado. Parece hasta una historia sacada de otro lugar y no de las Escrituras, pues si somos honestos con la Torá; el asunto no fue tan fácil. Leemos en el texto antes citado que Isaac oró, pero la pregunta inmediata seria ¿Cuánto tiempo oró? Y una segunda pregunta sería ¿Durante todo el tiempo que oró Isaac por su esposa que había en la mente de Rebeca? Y una última pregunta sería ¿Este tiempo de espera afectó la relación entre ellos y su fe en Dios?
La Torá nos responde la primera de las tres preguntas ¿Cuánto tiempo oró Isaac para que su esposa concibiera? La Tora comienza diciendo que Isaac tenía cuarenta años cuando tomó por mujer a Rebeca (Bereshit 25:19) y más adelante las Escrituras nos dicen que cuando nacieron sus hijos Isaac tenía sesenta años (Ibid. 25:26). Esto nos lleva a la conclusión: Isaac oró veinte años por su mujer, y a los veinte años él recibió respuesta a su oración.
En primer lugar, la Torá nos dice que Isaac oró, la palabra que se ha traducido como oró, suplicó, o rogó en muchas versiones es la palabra hebrea: vayetar que viene de una raíz que significa abundancia, como lo menciona Rashí: El verbo “Atar” (implorar) implica insistencia y repetición del mismo acto (1); como también comenta Abarbanel: Quiere decir que oró insistentemente ante Dios, frente a su mujer, para poder tener hijos de ella y no de otra mujer. (2)
Quizás por esa razón es que cuando leemos en algunas versiones: Isaac oró, nuestra mente proyecta una imagen espontanea: Isaac oró y su esposa concibió, en cuestión de horas, a lo sumo días el Eterno ya había contestado; pero no fue así. Isaac imploró, suplicó, rogó, oró insistentemente al Eterno para que su esposa pudiera concebir. Fue una súplica insistente, un ruego constante lo que llevo a la respuesta Divina.
Yeshúa nos enseñó a orar siempre y a no desmayar, él contó la parábola de una viuda y un juez injusto. La viuda iba todos los días delante del juez a pedir justicia, y al ver la insistencia de la mujer el juez dijo: porque esta viuda me molesta, le haré justicia; no sea que por venir continuamente me agote la paciencia. Y esta fue la conclusión y aplicación que enseñó nuestro Santo Maestro de la parábola:
“Y dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia.” (Lucas 18:1-8 RV95)
La conclusión de este primer punto sería: podemos decir que nuestra oración debe ser insistente, de día y de noche; no desmayar. Tenemos a un Dios que se ha comprometido a cumplir nuestras peticiones (si estas tienen un fin santo, y un propósito que no está en contra de su voluntad), pero no debemos de sentir la oración como una carga, sino que debemos de orar con insistencia y con alegría a sabiendas que Él contestará nuestras peticiones, como bien nos enseñó nuestro Santo Maestro Yeshúa, cuando dijo:
“Y todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis.” (Mateo 21:22 RV95)
En segundo lugar, debemos de orar, pero debemos de creer. No debemos de atar las bendiciones del cielo con frases como: “quizás”, “tal vez”, “algún día”. No debe de haber una contradicción entre lo que expreso con mi boca hacia el cielo; y lo que contesto con mis labios cuando me cuestiono o me cuestionan. Debemos de confiar en las promesas de Dios; Debemos de pedir creyendo que lo recibiremos, debemos de clamar con la seguridad que lo tendremos. Como lo dijera Jacobo el hermano de nuestro Santo Maestro:
“Pero pida con fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a una ola del mar, impelida y zarandeada por el viento.” (Santiago 1:6 BTX)
Isaac sabía que él tendría hijos, porque Dios ya había prometido que el destino de Abraham se cumpliría a través de la descendencia de Isaac (Bereshit 17:19); no obstante, le rogó a Dios que la bendición se hiciera realidad a través de la mujer tan meritoria que estaba parada frente a él. (3) Isaac sabía a perfección que él era el hijo de la promesa y que esa promesa implicaba entre muchas cosas una descendencia. Consecuentemente esa descendencia tenía que salir de su esposa Rebeca y de él, ellos tenían que ser los padres de aquella casta.
Es muy probable que después de la Akedá, cuando el ángel habla con Abraham, Isaac escuchara las palabras del mensajero Divino cuando dijo: “multiplicare tu descendencia como las estrellas de los cielos y como la arena del mar.” (Bereshit 22:17). Entonces Isaac no oraba por un hijo, sino para que su cumpliera la promesa de un hijo.
Esto nos puede llevar a concluir que Isaac no pedía solo por pedir, sino que él pedía para que se cumpliera la promesa que pesaba sobre sus hombros; esta promesa lo llevo a suplicar y rogar para que se cumpliera en él y en su esposa; para ver un linaje que siguiera la herencia de su padre Abraham; volcó toda su fe para creer a pesar de la esterilidad de su esposa. La fe lo llevó a ver más allá de lo que sus ojos y sus sentidos veían y percibían. Como está escrito: “andamos por fe y no por vista” (2 Corintios 5:7)
Esto es algo poderoso, nuestra fe en Dios debe de ser genuina y no actuar por lo que vemos sino por lo que creemos y muchas veces no obtenemos lo que pedimos porque no pedimos con fe. Y está escrito que sin fe es imposible a gradar a Dios (hebreos 11:6), pero no solamente debemos de creer en Dios, creer en su existencia, su realidad y de su poder creador; sino que también debemos de creer: Que recompensa a los que lo buscan (Ibid.)
Debemos de creer en sus promesas y sobre todo debemos de confiar plenamente que Él las cumplirá. Dios cumplirá cada una de las promesas que nos ha dicho, tal como está escrito: “porque todas las promesas de Dios son en él “sí”, y en él “Amén”, por medio de nosotros, para la gloria de Dios.” (1 Corintios 1:20 RV95) En el Mesías todas las promesas de Dios son “Amén”, si Dios lo ha dicho se cumplirán en su tiempo, y su tiempo es perfecto y es por eso que el salmista escribió: “porque en tu mano están mis tiempos” (Salmo 31:15).
En tercer lugar, no solo basta con orar y esperar, hay que actuar. Las Escrituras no nos relatan lo que pasó durante los veinte años de espera, sabemos por lo que hemos dicho, que fueron veinte años de oración insistente y constante. Pero los sabios añaden información para llenar esos veinte años de vacío que no narra la Torá. A pesar de que el Midrash no necesariamente es una narración exacta históricamente de lo que sucedió, busca dar una idea de cómo pudieron darse las cosas. Algunas enseñanzas de los sabios son las siguientes:
- Rabí Eliezer comenta que Isaac llevó a su esposa estéril a orar con él al monte Moriá, el sitio de la Akedá. (4)
- El Midrash nos da más información de lo que paso en monte Moriá: Tanto Isaac como Rebeca rezaron y ofrecieron un sacrificio. Isaac oró permite que los hijos que me darás nazcan de esta mujer justa. Rebeca oró permite que los hijos que me darás sean de este Justo. (5)
El patriarca enfrentó más problemas: los hombres de Gerar desearon a su mujer y en especial Abimelec. El nombre de Isaac quedó en la memoria de la historia por cosechar en aquel año al ciento por uno (Bereshit 26:12) y esto le generó una lluvia de problemas, a saber: esta prosperidad hizo que tuvieran envidia de él, hubo una riña por el agua de algunos pozos, lo expulsaron de la tierra, y todo por envidia al ver su prosperidad.
En medio de este huracán él nunca desistió y nunca perdió su fe y consecuentemente el Eterno estaba con él en cada uno de esos momentos cuando quizás él pensaba que estaba solo, quizás se cuestionaba por la realidad que estaba viviendo. Y en ese momento el Eterno se le aparece para confirmar que Él era el Dios de su padre Abraham como está escrito:
“Y el SEÑOR se le apareció aquella misma noche, y le dijo: Yo soy el Dios de tu padre Abraham; no temas, porque yo estoy contigo. Y te bendeciré y multiplicaré tu descendencia, por amor de mi siervo Abraham.” (Bereshit 26:24 LBLA)
Quizás tenemos peticiones que aún no sean cumplido, quizás hemos orado por muchos años y aún no vemos la respuesta; quizás estamos pasando un momento desagradable y hay personas que sienten envidia por lo que el Eterno nos ha dado y bendecido, estamos en un punto de transición de la fe y la duda, hoy el Dios de Abraham y de Isaac nos dice:
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia.” (Isaías 41:10 RV95)
Notas:
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Rashí, Cementerio a la Parashá Toldot
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Isaac Abarbanel, Comentario a la Parashá Toldot
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Rabí Ovadiah ben Jacob Sforno, comentario a la Parashá Toldot
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Pirkei de Rabí Eliezer 32
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Bereshit Rabá 63:5
Bajo las alas del Dios de Israel
Francisco Hidalgo